viernes, junio 09, 2017


EL ESPÍRITU SANTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

Clemente Romano
Didaché
Epístola de Bernabé
Ignacio Antioquía
Policarpo de Esmirna
Justino
Atenágoras 
Asterio de Amasea


El Espíritu Santo y las Escrituras:

"La fe en Cristo consolida todas estas cosas. Pues El mismo
(Cristo), por medio del Espíritu Santo, nos llama de esta manera:
Venid, hijos, escuchadme, os enseñaré el temor del Señor (Salm
33,12ss.)" (·Clemente-Romano-san, Carta a los Corintios XX,1).

"Os habéis adentrado en las Sagradas Escrituras, que son
verdaderas, que son por el Espíritu Santo" (Clemente Romano,
Carta a los Corintios XLV,1).

El Espíritu derramado sobre la comunidad:

"Así os fue dada a todos una paz profunda y radiante, un deseo
continuo por las buenas obras; y una efusión plena de Espíritu
Santo vino sobre todos" (Clemente Romano, Carta a los Corintios
II,2).


El Espíritu en los apóstoles y ministros:

"Ahora bien, (los apóstoles) habiendo recibido el mandato y
plenamente ciertos por la resurrección del Señor nuestro Jesucristo
y reafirmados en la palabra de Dios, salieron llenos de la certeza del
Espíritu Santo a dar la buena nueva de que el reino de Dios estaba
por llegar. Y así, pregonando el mensaje en comarcas y ciudades,
establecieron a los que eran primicias entre ellos, probándolos en el
espíritu, como obispos y diáconos de los que habrían de creer"
(Clemente Romano, Carta a los Corintios XLII,2-3).


El Espíritu don de la gracia:

"¿Acaso no tenemos un único Dios, un único Cristo, un único
Espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros y una
única llamada en Cristo?" (Clemente Romano, Carta a los Corintios
XLVI,6).


El juramento por los tres nombres divinos:

"Aceptad nuestro consejo y no tendréis que arrepentiros. Porque
vive Dios y vive el Señor Jesucristo y el Espíritu Santo, la fe y la
esperanza de los elegidos: el que con sentimientos de humildad
junto a una perseverante moderación, sin echarse atrás, obra las
sentencias y mandamientos dados por Dios, ése estará colocado y
será ilustre entre el número de los salvados por Jesucristo, por
medio del cual a El la gloria por los siglos de los siglos. Amén"
(Clemente Romano, Carta a los Corintios LVIII,2).

De la carta de san Clemente primero, papa, a los Corintios (Caps.
7, 4-8, 3; 8, 5-9, 1; 13, 1-4; 19, 2: Funk 1, 71-73. 77-78. 87):

Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y
reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre,
pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la
penitencia para todo el mundo.

Recorramos todos los tiempos, y aprenderemos cómo el Señor,
de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a
los que deseaban convertirse a él. Noé predicó la penitencia, y los
que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninívitas la
destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados,
pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la
indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido.

De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los
que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de
todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia
diciendo: Por mi vida -oráculo del Señor-, juro que no quiero la
muerte del malvado, sino que cambie de conducta; y añade aquella
hermosa sentencia: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los
hijos de mi pueblo ´Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo,
aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertis a
mi de todo corazón y decis: "Padre", os escucharé como a mi pueblo
santoª.

Queriendo, pues, el Señor que todos los que él ama tengan parte
en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad.

Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e,
implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a
su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas
obras, las contiendas y la envidia, que conduce a la muerte.

Seamos, pues, humildes, hermanos, y, deponiendo toda jactancia,
ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira, cumplamos lo
que está escrito, pues lo dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio
de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el
rico de su riqueza; el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, para
buscarle a él y practicar el derecho y la justicia; especialmente si
tenemos presentes las palabras del Señor Jesús, aquellas que
pronunció para enseñarnos la benignidad y la longanimidad.

Dijo, en efecto: Sed misericordiosos, y alcanzaréis misericordia;
perdonad, y se os perdonará; como vosotros fijáis, así se os hará a
vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como
usaréis la benignidad, así la usarán con vosotros; la medida que
uséis la usarán con vosotros.

Que estos mandamientos y estos preceptos nos comuniquen
firmeza para poder caminar, con toda humildad, en la obediencia a
sus santos consejos. Pues dice la Escritura santa: En ése pondré
mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis
palabras.

Como quiera, pues, que hemos participado de tantos, tan grandes
y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la carrera hacia la
meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos
nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a
los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz.

Clemente Romano escribe la carta a los de Corintio en torno a los
años 96-98 d.C. Texto y bibliografía: Clemente de Roma, Carta a los
Corintios, edición bilingüe preparada por J.J. Ayán Calvo, Fuentes
Patrísticas 4, Edit. Ciudad Nueva, Madrid 1994; Véase J. Pablo
Martín, El Espíritu Santo en los orígenes del cristianismo,
Pas-Verlag, Zürich 1971. 

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